martes, 25 de enero de 2011 | By: Olvido

Verano

Calor de una noche de verano, el sudor resbalaba por la espalda como marcando la ruta a seguir para desnudarla, mientras la suave luz azul de la luna llena se filtraba por las rendijas de la persiana de carrizos.

Ese rostro no había podido quitarlo de mi cabeza, la tarde en el panteón y su manera de llorar me habían robado la poca razón que fue contenida a lo largo de este siglo, y es que esa piel bronceada era como un holograma del misticismo de su realidad.
Pero tanta gente me impidió acercarme, sabía que no era el momento de hablar de mí, pues acababa de perder al amor de su vida...

Como el azabache era su cabello, largo hasta cubrir por completo su espalda resbalando suave por su cintura, rozando esa pequeña curvatura que divide la cintura de sus nalgas. Estaba hipnotizado al verla vestida de negro, con un vestido que llegaba hasta sus tobillos y en el centro una salamandra.
Parecía un ente de luz en medio de tantas tumbas, era absurdo no mirar sus pies semi descalzos, cubiertos por algunos cueros de cabra.

...Era casi imposible no mirarla... Una fantasía de otro mundo mezclada con el pópulo.
Su llorar era silencioso... sólo escurrían sus lágrimas por los pómulos, gotas que secaba con los dedos lánguidos y apiñonados, con las uñas pequeñas y bien definidas, no pasaban de los cinco milímetros de largo. Y en el dedo anular derecho un anillo en forma de serpiente se enredaba antes del doblez. Mientras que en el pulgar mostraba una argolla de plata con grecas aztecas. Éste hacía juego con la arracada que pendía de la fosa nasal izquierda.

Esa arracada seguía ahí mientras yo la veía dormir, dormía en paz, plácidamente y en silencio, daba la impresión de que sus sueños eran en otro mundo alejados de este, porque una leve sonrisa se dibujó tenue sobre sus labios... Tenía miedo de acercarme, de interrumpir su paz infinita cuando al voltearse logró destapar un cobrizo pie, acompañado de una salamandra que nacía con la cabeza sobre el dedo gordo y resbalaba por el empeine hasta enrollar su cola en el tobillo.
Si por mi fuera, la llevaría al mausoleo francés... la acostaría sobre una tumba y congelaría su sangre para contemplarla por la eternidad... pero quiero probar la dulce sangre que recorre su cuerpo, quiero saborear sus senos, y enjugarme en su sexo, es más que sed de matar, es seducir su dolor y hacerla olvidar...

Esta ventana no me impide entrar a su alcoba, ni siquiera el estar a tres pisos del suelo, lo que me detinene es el encanto que tengo de verla dormir, parece una estampa sacada del libro de necronómica, donde la doncella duerme recostada sobre el pasto verde de algún bosque de Inglaterra, envuelta en la neblina de la madrugada, iluminada por la azulada luz de la luna llena.

Parece que esta imagen la había visto hace siglos en algún otro lugar pero sé que ella no estuvo en otro lugar y este deseo me va devorando poco a poco, quisiera entrar y resbalar en el sudor que escurre desde su frente y baja por su cuerpo, quisiera secar cada una de las gotas de sudor que exhalan sus pechos en este calor de verano, bañarme en su sudor, juntar mi cuerpo al suyo... y sentir su latente despertar...

Adoro cuando despiertan seducidas por mi vista y luego desfallecen entre mis brazos... Es una locura tratar de dominar este deseo de morder su cuelo, saborear el dulce elíxir de vida y seguir viéndola... Esta inquieta, he interrumpido la paz de su sueño y este cambio de pocisión me dejó ver su desnudez... sus pezones morenos, enormes, como dos flores abiertas a la luz de la luna, y debajo del seno derecho, un lunar en forma de menguante, por donde pasaría mi lengua para deleitarme de su transpiración.

La boca, ahora permanece abierta, sus labios carnosos parecen decir algo como un suspiro, como si ella sintiera mi deseo de tocarla... está agitada, se siente amenazada, pero no puede despertar, y es lo mejor... no despiertes, no abras los ojos para que no vea tu terror reflejado en esas pupilas marrón que me hechizaron esta tarde... no abras los ojos... sólo escúchame, sé que escuchas mis susurros, sé que dormida sabes que te estoy mirando...

Tu brazo extendido por encima del lecho es una invitación a que entre. Pero mantente dormida mi bella presa, que estoy aquí para hacerte volar, para darte la vida eterna...

Tras abrir la ventana, entré a su habitación, comencé a recorrerle poco a poco, con mis uñas, su vientre, más claro que el tono de su faz, pero sin dejar esa tenue coloración dorada. Ella no respondía a mis caricias, aunque yo había apartado del todo la sábana que le cubría en esa noche calurosa. Respiraba por la boca y cada aliento era el último, pero llegaba otro más débil y sus labios húmedos susurraban algo, como si el aliento se le escapara junto con la vida.

Me senté en la orilla de la cama y podía disfrutar ver su cuerpo, esas líneas tan delicadas que la diseñaban como un ser extraño, podría jurar que pocos de los suyos cruzarían una palabra con ella, pues tenía el ceño de una mujer sabía, de una mujer que siempre iba más allá.

Las líneas de expresión alrededor de su carnosa boca, daban la impresión que era una mujer que reía de manera franca y segura, siempre de cosas inteligentes y nunca de bura.

La imaginaba vestida siempre de negro, caminando por el mundo como un ser de otro, robando las miradas cautivas de esos hombres que acostumbran temerle a la muerte porque no la conocen. Sus cejas pobladas y negras, me daban la impresión de ser toda una hechicera, una gitana azteca, una de esas pocas mujeres que te topas en la vida y que saben perfectamente lo que no quieren, de esas que nunca te reprochan nada y siempre están ahí para escucharte.

Sus senos, pequeños y redondos, hacían juego perfecto con el ancho de sus caderas, donde en el lado izquierdo tenía una estrella de cinco picos dentro de un círculo.

Los muslos fuertes, firmes, regordetes. Valla deleite mirarlos, tocarlos suavemente y resbalar pod ellos hasta sus pantorrillas. Podría jurar que estaba ante una creación de esos calendarios del museo Soumaya. Me perdí por mucho tiempo acariciando su sexo, explorando su monte de venus entre una madeja de vello púbico, tan suave y terso, disfruté enredar mis dedos en su pubis, sin tocar sus labios, sólo rozar sin abrir la flor. Me acerqué lo suficiente para oler... y viajé a otros universos, era encontrar la manzana prohibida en el cuerpo de Eva...

Ella permanecía quieta, como si desde sus sueños disfrutara mis caricias, se movía lo menos posible, pero seguía sudando y el aire fresco que se colaba por la rendija que había dejado entreabierta, enfriaba el sudor d su frente, sudor que sequé con mi lengua, intentando saborear su cuerpo.

No quitaba mi mano de su sexo, de su pubis, de su selva, que me mantenía hipnotizado tocándola sin llegar a perturbar su paz.

¿Sabes lo que puede provocar tocar sin llegar a más? Deseo... desear más a esa persona, extasiarte con su aroma, extasiarte con su respiración que parecía casi agotada, extasiarte con el simple hecho de mirar aquella extraña postal de belleza y paz, reunidas ante una luna llena en una noche de verano.

Con mis labios comencé a beber su sudor tibio, cada una de las gotas las lamí, las saboree, era como si un vino blanco me emborrachara muy suavemente. Su rostro estaba limpio de la transpiración y yo comenzaba a sentirme ebrio, divagando en otro mundo.

Me puse de pie, para despojarme de la gabardina negra que cubría mi cuerpo.

Al quitármela la coloqué sobre los pies de la cama y en seguida puse la camisa de terciopelo que traía hasta quedar en una camiseta sin mangas blanca. Mi piel blanca hacía perfecto contraste con el bronce de su cuerpo, mis venas azules, casi moradas, se perdían entre los lunares de ella.

Me arrodillé ante su cama y pasé mi brazo por debajo de su espalda, hasta lograr abarcar su tersa espalda húmeda del sudor veraniego. Ayudado del sigilo pude levantarla lentamente a escasos centímetros del colchón y besé sus labios, su prespiración era cada vez más lenta.

Con la otra mano recorrí su rostro, conté sus pestañas, delinee sus cejas, dibujé sus labios. Bajé por su cuello y resbalé por sus senos, describí sus pezones con mi lengua, rodeé su pecho, caí por su cintura, me hundí en su ombligo, resbale por su vientre, me deslicé entre su monte de Venus, jugué entre su vello púbico, abrí sus labios muy lento y probe su jugo, me deslicé entre sus ingles y encontré un par de lunares rojos.

La ventana semiabierta, alcanzaba a mover muy débil las persianas de carrizo seco.

Tuve que probar el sudor de sus pechos, me adherí a sus pezones, succioné hasta sacar un líquido salado, lamí por encima de sus senos, lamí por debajo, los lamí por completo...

El deseo se apoderó de mí, y en la fragilidad de su cuello, mis colmilos se sumergieron... la sangre caliente resbaló por el pecho izquierdo y rodó hasta el ombligo donde se encharcó coagulada, como producto de un hechizo maligno que me impedía seguir bebiendo. Al voltear hacia la puerta de la habitación, alcancé a ver un frasquito de pastillas tirado sobre el suelo. En el buró, cerca de la lámpara, había más cajas vacías de medicamentos, y un vaso de tequila a medio tomar...

Había perdido demasiado tiempo en admirarla, no pude rescatarla de las garras del suicidio, y con mi mordida, aquella fascinación de luna llena... había muerto.

Nancy Coronado

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